14 may 2011

El diagnóstico clínico en la política de la cura


El diagnóstico clínico en la política de la cura:
Crítica ideológica al modo de producción de la enfermedad mental
Por Miguel Angel Pichardo Reyes

En otros espacios virtuales he puesto sobre la mesa la acuciante problemática del diagnóstico clínico, pues la psicología clínica se encuentra en un proceso de transición y revaloración de su propio bagaje en función de las nuevas y viejas propuestas abolicionistas de la “enfermedad mental”. No sin razón muchas voces han apuntado la peligrosidad que conlleva un diagnóstico clínico, en especial cuando este ha sido utilizado por el clínico, la institución, la familia o la propia sociedad, como un arma de estigmatización que lleva al escarnio, la burla y la exclusión. Un diagnóstico de esquizofrenia o trastorno bipolar puede ser sumamente abrumador para el paciente y su familia, y lo es más cuando estas entidades nosográficas son descalificadas moralmente por la población, pues la ignorancia sobre estos temas, aún y para muchos psicólogos, genera una especie de muerte social en el enfermo.

Esta problemática, la de la clasificación y estigmatización, junto con el mal manejo del diagnóstico o un mal tratamiento farmacológico y psicoterapéutico, ha persuadido a un gran sector de los psicólogos a rechazar categóricamente la realización del diagnóstico, o aunque no se rechace abiertamente, éste ha quedado en desuso. Ya sea que se amparen bajo los principios teóricos de alguna corriente o teoría, ya sea que no lo sepan hacer, o que los pacientes no lo exijan, me parece que el diagnóstico se encuentra pasando por una crisis reveladora. A esto se suma la creciente desconfianza, justificada o no, fundamentada o no, que se ha venido realizando a la clasificación de trastornos realizada por el DSM-IV-R, pues se trata de una visión biomédica que se ha impuesto como hegemónica, aparte de que muchas de sus nosografías han sido cuestionadas clínicamente, por no hablar de la tendencia patologizadora hacia el campo de la salud mental.

Lo anterior nos plantea varios interrogantes y a su vez muchos retos clínicos por aclarar y resolver. Me interesa realizar una apología del diagnóstico clínico, así como entrever sus capacidades liberadoras versus las ideológicas y alienantes, pues parto de un presupuesto ético-crítico que consiste en abogar por el ejercicio de un diagnóstico clínico que sirva más para liberar que para condenar, donde el sujeto del diagnóstico deje de ser un mero objeto pasivo de observación y exploración, para moverlo a una posición activa y de agencia. En este caso sería pertinente hablar del uso alternativo del diagnóstico clínico.

Por otro lado también nos planteamos una cuestión que atiende a los mecanismos propiamente técnicos, y es que el diagnóstico clínico solo tiene sentido en función de una terapéutica, esto es, el diagnóstico por sí mismo no es funcional si de éste no se desprende una política de la cura, de tal forma que el fin fundamental que motiva el diagnóstico es la cura del paciente.

Revisemos la cuestión sobre los usos sociales del diagnóstico clínico, pues pareciera haber una seria dificultad de cambiar su visión sobre las posibles funciones alternativas del diagnóstico. Aquí quisiera compartir dos experiencias personales como paciente frente al diagnóstico. Cuando era pequeño y en el transcurso de mi adolescencia estuve expuesto a dos diagnósticos clínicos, los cuales considero antagónicos, pues uno represento una experiencia liberadora y el otro una experiencia estigmatizadora. Durante mis estudios de secundaria me canalizaron a la Clínica de la Conducta, debido al bajo rendimiento escolar que presentaba. Mis padres eran los primero en decir que “había algo mal”, y ellos tenían esperanzas en que en ese lugar me ofrecieran la cura. Durante el proceso de entrevista los clínicos se percataron de que el foco fundamental del problema se encontraba en la relación de pareja de mis padres, por lo que la atención se desplazo de mi bajo rendimiento académico a la aparente causa de éste que residía en los constantes conflictos y problemas de comunicación entre ellos. De alguna forma me sentí liberado, porque por primera vez una autoridad me deslindaba de aquel lugar conflictivo donde me habían estigmatizado. Después de aquel diagnóstico y de su uso, literalmente mi vida cambio, pues me sentí reconocido y me habían quitado una gran carga emocional al no ser el centro del problema.

Mi segunda experiencia fue al inicio de la preparatoria, cuando me enviaron a realizar una evaluación psicopedagógica, y en esta no hubo escucha, sino la aplicación mecánica y burocrática de una serie de pruebas psicométricas que tuve que contestar sin el mayor interés y cooperación. El resultado fue catastrófico, pues espiando a mis padres puede percatarme de donde habían guardado los resultados y así pude obtenerlos. Al leerlo me quede impactado, pues se decía que mi nivel intelectual era bajo al promedio, y que se sugería realizar estudios en el campo del arte, puesto que no tenía capacidad para llevar a cabo una carrera con estudios profesionales. Sin embargo dentro de mí albergaba un sentido de injusticia, y ahora lo entiendo, los clínicos que me evaluaron no prestaron oídos a mi problemática, sino que sólo se dejaron llevar por los resultados de las pruebas técnicas.

Después de esta experiencia he estado en tres procesos psicoterapéuticos breves en mi edad adulta y en ninguno me han realizado un diagnóstico clínico, sin embargo he podido constatar en mi propia piel las posibilidades liberadoras o alienadoras de este instrumento. Esto fue un gran ejemplo de vida, y en la actualidad también profesional, pues me ha interesado el uso, abuso y carencia de este procedimiento clínico.

Apelo a la razón crítica para incrustar el diagnóstico como una práctica social y discursiva, como un dispositivo ideológico que constituye performativamente al sujeto a través de conceptos y clasificaciones nosográficas, colocándolo en el lugar de objeto pasivo de estudio, observación y disección clínica, despojado de su lugar simbólico para recluirlo en un campo simbólico de control y observación. Esto nos permite cuestionar la estructura ideológica que sostiene este dispositivo, así como disponer de una visión antisistémica y antagónica hacia este dispositivo de control, produciendo otro espacio simbólico donde se posibilite la dislocación del sujeto del lugar socialmente asignado, para llevar a cabo un movimiento subversivo de su propia subjetividad alienada hacia un proceso de emancipación mental.

El diagnóstico crítico, activo y participativo puede ser una herramienta de cambio y liberación de los discursos de poder que performatean la endeble identidad posmoderna de los sujetos. Una psicología clínica de la liberación podría proporcionar esta visión crítica y desconstructiva, pues ella coloca al sujeto como agente de cambio, que asumiendo los determinantes ideológicos y psicosociales, es susceptible de llevar a cabo cambios, transformaciones y revoluciones, empezando por la propia revuelta interior.

Lo anterior dispone inmediatamente a la terapéutica, pues es en esta otra instancia simbólica donde el pasaje del sujeto puede derivar en la alienación y adaptación al medio, o en su consecuente dislocación, emancipación y transformación psicosocial. Aquí entra la política de la cura, en el entendido de que toda cura supone ciertas directrices y plantea un horizonte utópico de realización, sea este consumista, totalitario, utilitario, liberador, etc. La política de la cura pasa pues por los regímenes ideológicos en disputa, a sabiendas de que existe una hegemonía de facto sobre la psicología clínica, con mandatos implícitos o explícitos de controlar y sanitar, entendiendo esto como el silenciamiento y farmacotización de los conflictos sociales, como llega a suceder en los casos de violencia intrafamiliar.

Por lo tanto, un diagnóstico crítico y emancipatorio se encuentra en función de una política de la cura que propugna una crítica ideológica de las legislaciones subjetivas, corporales y eróticas, así como la creación de un espacio simbólico que posibilite un proceso de emancipación de las representaciones mentales que el discurso hegemónico ha introyectado sobre la subjetividad pasiva del paciente. Pues será una terapia activa aquella que en su interacción y vinculo entre el paciente y el clínico lleve a cabo este proceso, pues más allá de una supuesta neutralidad no-directiva, el papel del clínico durante la terapéutica deberá orientar la cura a partir de criterios ético-políticos críticos. No es de extrañar que una psicoterapia radical suponga el cuestionamiento sutil del universo simbólico donde ha sido subjetivado el sujeto, pues esto supone un proceso de subversión de los códigos que codifican la estructura psíquica y que prefijan discursivamente la identidad del mismo.

De esta forma también surge la cuestión de la enfermedad y de su estatuto ideológico. En este sentido la enfermedad mental es una producción que responde a un campo hegemónico determinado, y eso se constata actualmente dentro de la etnopsiquiatría y de los estudios históricos sobre la clínica en occidente. Podemos hablar de una construcción social de la nosografía psicopatológica, pero también de una producción ideológica de las patologías. Es así como toda estructura clínica y caracterológica responde a un modo particular de producción, sea esta cultural, política, económica, erótica. La cura es un acto político y psicosocial donde se produce un antagonismo, de esta forma el dispositivo terapéutico crítico identifica a la enfermedad como un discurso de poder performativo que oprime la subjetividad. La enfermedad mental resulta una expresión ideológica de la opresión del sistema económico-consumista de nuestra actual sociedad tecnológica y tecnocrática, donde ya no hay lugar para los débiles, pues los rasgos psicopáticos se han extendido dentro de la población a través de la violencia, el narcotráfico, el machismo y la impunidad.

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